Condenados

En un fallo ejemplar, la Justicia condenó a dos proxenetas y dos prostituyentes por abusar y explotar sexualmente a niñas y adolescentes de La Boca. Las valientes declaraciones de las víctimas permitieron que los miembros de esta red deban pasar más de 20 años tras las rejas. Detalles y repercusiones de la sentencia.

Condenados

 

Por Luciana Rosende
Se llaman Alberto Vicente Villalba, Jorge Heber Rodríguez, Carlos Centurión y Jorge Forte. Los tres primeros fueron condenados a 23, 21 y seis años de cárcel respectivamente. El cuarto, a un año de prisión en suspenso. Y está libre. Los dos primeros, por proxenetas. Los dos segundos, por prostituyentes. Todos, por tener alguna responsabilidad en la explotación sexual de niñas y adolescentes. Acá, en el barrio.
 
Villalba fue declarado culpable por nueve casos de abuso sexual con acceso carnal. Rodríguez, por ocho. Y los dos fueron penados por promover la prostitución, corromper menores y explotar económicamente la prostitución. Por su parte, Centurión fue condenado por un caso de abuso sexual con acceso carnal, y Forte por un caso de abuso simple. Los dos fueron penados por prostituyentes, mal llamados comunmente clientes.
 
La sentencia dictada el 18 de septiembre pasado por el Tribunal Oral Federal en lo Criminal 22 es considerada ejemplar. Y marca el final de un largo y difícil camino, transitado por víctimas valientemente decididas a declarar, y trabajadores sociales, psicólogos y sociólogos dispuestos a acompañarlas. Juntos consiguieron que la peor aberración se convirtiera en palabras y pruebas condenatorias.
 
De la denuncia al veredicto
Una de las víctimas de esta historia, hoy adolescente, tenía doce años cuando logró confiarle a una maestra su calvario. Era abusada y explotada sexualmente desde los ocho. Aquel pedido de ayuda se convirtió en denuncia, presentada por el Consejo de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes (que si bien presentó la denuncia inicial, después no ofició como querellante y dejó a las chicas sin representación legal durante el juicio).
 
Corría el año 2006. Desde entonces y hasta 2010, la investigación estuvo en manos de la división de Delitos contra Menores de la Policía Federal. En cuatro años, dijeron no encontrar pruebas de proxenetismo en el barrio. “Venía la gente de la Policía y te contaba cómo estaban haciendo las investigaciones, y te decían ‘nosotros no vimos nada’. Y todo lo que habían hecho era quedarse media hora en la puerta de la casa esperando a ver si alguien entraba. No lo podíamos creer”, se exaspera uno de los integrantes de la Junta Interna de Promoción Social (ATE Capital), que acompañó y acompaña a las víctimas. 
 
Recién en los últimos dos años, tras derivar el caso a otra área, las evidencias se volvieron evidentes. El juzgado de instrucción actuó con eficiencia –algo que no siempre ocurre-, incautó chips, teléfonos, realizó allanamientos. Pero el principal elemento de prueba para condenar a los proxenetas y prostituyentes fue el testimonio de sus víctimas. Si el silencio no se rompía, la justicia no llegaba.
 
La terapia y el acompañamiento profesional permitieron a las víctimas presentarse a declarar pese al miedo, y enfrentarse a interrogatorios de abogados defensores despiadados. “La defensa estaba muy orientada a buscar la responsabilidad de las chicas: ‘pero vos elegiste estar ahí, a vos te gustaba esa situación’, o preguntas muy concretas de descripciones físicas de los abusadores, extremadamente violentas”, cuenta una de las representantes de Promoción Social. Sus nombres y los de las víctimas se mantendrán en reserva en esta nota.
 
Víctimas y victimarios
Son muchas las denuncias por explotación sexual que llegan a fiscalías y juzgados. Son pocas, en cambio, las que se convierten en causa judicial, investigación y condena. “Hay un montón de situaciones en un montón de barrios, en este tuvo esta particularidad de cómo se pudo armar, unir la información”, explica uno de los profesionales que asistió a las víctimas. La sumatoria de voces contra los mismos nombres y apellidos de proxenetas, el cotejo de relatos sobre idénticas modalidades de cooptación y sometimiento, y el coraje de chicas del barrio dispuestas a declarar fueron las piezas de un rompecabezas que terminó en justicia.
 
Para poder armarlo, hubo que tomar medidas como alejar a las víctimas de su entorno, gestionar su custodia, lograr que se colocaran biombos que impidieran el contacto visual con sus abusadores durante la declaración. El miedo, de todos modos, siempre estuvo presente. “Vamos a matar a tus hermanitos”, fue la amenaza más repetida. Muchas veces, las encargadas de transmitir el mensaje intimidatorio fueron otras víctimas de esta historia, chicas algunos años más grandes, atrapadas en la lógica de padrinazgos y lazos afectivos establecidos por los proxenetas: “Así algunas de estas chicas quedaban en un lugar de mayor estigmatización, y no tanto quienes estaban detrás”.
 
Las adolescentes que –ahora mayores de edad- testimoniaron en el juicio también estaban atrapadas por esos mecanismos y en contextos de gran vulnerabilidad social. El acompañamiento profesional de los últimos años les permitió ver la explotación oculta tras el engaño, entenderse como víctimas y colocar a quienes decían quererlas y protegerlas en el lugar de sus victimarios. No fue tarea sencilla. El vínculo afectivo era esgrimido como elemento a favor de los acusados: “Aparte de que las explotaba las llevaba a comprar ropa con su hija; eso es algo que él aducía todo el tiempo en el juicio: cómo voy a hacer esto si la llevo con mi hija a comprar ropa; cómo voy a hacer esto si soy el que la cuida”.
 
Por las calles del barrio
Un quiosco en Brandsen y Palos. La terminal de la línea 25. La fábrica Alpargatas. Hoteles alojamiento y casas particulares. Son muchos los puntos de la explotación sexual marcados sobre el mapa del barrio. También hay otros que trascienden sus fronteras: una casa en Paternal, otro quiosco en Piedras entre Cochabamba y Garay, distintos sitios en el barrio de Caballito. Incluso hay referencias a una vivienda en provincia de Buenos Aires y a traslados a otras provincias. Así de amplio es el tejido de esta red. 
 
“Las situaciones de explotación sexual están súper naturalizadas. Hay muchas situaciones que están a la vista”, advierte una de las trabajadoras sociales. “Todo el barrio miraba a las pibas. Pero nadie te relataba el alrededor (…) Te decían ‘cinco nenas se paran ahí, les dicen las putas…’, pero nadie leía el resto”. La estigmatización servía para exponer a las víctimas y ocultar a los victimarios. Y pese a que algunos referentes barriales contaron que se habían realizado denuncias previas, ninguna hasta ahora había llegado a buen puerto.
 
Vehículos y teléfonos celulares formaban parte de la estructura operativa de la red. Se sabe que los proxenetas “les pasaban fotos a los tipos (prostituyentes) y ellos paraban en la puerta de la escuela o en la esquina, las chicas salían y se subían a los autos y tenían relaciones en los autos y después se volvían al hogar o adonde vivían”. Claro que nunca eran ellas las que recibían la paga: el dinero se manejaba exclusivamente entre proxenetas y prostituyentes.
 
Largas y difíciles declaraciones permitieron echar luz sobre estos mecanismos. El juicio no sólo dio lugar a condenas ejemplares, también permitió el desglose de otras instrucciones, para seguir investigando los alcances de esta red. Entre relatos pormenorizados y terribles, el tribunal escuchó a dos de las chicas narrar el asesinato de una nena, hace años, cuando la explotación recién comenzaba. El allanamiento en el lugar señalado no permitió hallar el cuerpo. Pero las dos víctimas declararon ser testigos presenciales del hecho. Dijeron haber visto cómo esa nena, abusada igual que ellas, quiso escapar corriendo. Dijeron haber visto cómo esa nena, explotada por los mismos proxenetas que ellas, recibió un tiro y fue enterrada en ese mismo galpón.