Una República sin libros
En La Boca hay de casi todo: teatros, pizzerías, buloneras, talabarterías, museos, parrillas, pañaleras, bazares, una esquina con cinco esquinas, una rivera que zigzaguea, dos puentes, una vía, muchas murgas y la bombonera… pero ninguna librería. ¿Y si soñamos una? ¿Quién se sube a la aventura?

No se trata de una distopía como la de aquella novela de Ray Bradbury en la que una brigada de bomberos piromaniacos hace arder todo ejemplar impreso (Fahrenheit 451, también está la peli), sino de una constatación que surge al recorrer la colorida República de La Boca: no se consigue dónde comprar libros en este barrio. No es que no los haya –sería imposible borrarlos de la faz de la tierra, ni en la novela en cuestión los dictadores lo logran–, pero lo cierto es que en La Boca no hay librerías.
Es decir: están las que venden cuadernos y lapiceras, las escolares, pero no hablamos de eso. Ya saben: librerías donde quien atiende conoce de títulos, temas o autores, donde se puede revisar viejos ejemplares o novedades editoriales. Librerías de libros, valga la redundancia.
Estoy con ganas de leer el último de Mariana Enríquez. Pensaba regalarle a Jhony El Eternauta. Camino y camino, pero no hay caso. Ni siquiera conseguí alguna edición de la historieta nevada en alguno de los poquísimos puestos de diarios que aún resisten.
Busquemos variables: librería-centro cultural, café-librería, librería “especializada”, pero no en el sentido elitista de Proa, sino con un perfil comunitario y popular.
Y eso que en La Boca hay de casi todo: teatros, pizzerías, buloneras, talabarterías, museos, parrillas, pañaleras, bazares, una esquina con cinco esquinas, una rivera que zigzaguea, dos puentes, una vía, muchas murgas y una bombonera… pero ninguna librería.
Hay bibliotecas, eso sí: la pública, en Brown y Pinzón; la autogestiva, en Olavarría al 700; las de las escuelas, aunque algo descuidadas. Las domésticas, en algunas casas (¿cuántas familias mantienen al menos un par de estantes con libros ordenados? ¿Son libros viejos, heredados, o nuevos textos, por inquietudes lectoras renovadas?).
Ahora que recuerdo, sí hay una librería, aunque allí no venden libros “comunes” (pasé y no tienen nada de Mariana Enríquez ni algún ejemplar de El Eternauta). Además, no es fácil encontrarla: no tiene local a la calle ni cartel que la anuncie ni ningún tipo de publicidad que la dé a conocer; hay que subir hasta el segundo piso, después de haber entrado al edificio de la Fundación Proa, ese injerto elitista ahí cerca de Caminito, iniciativa “cultural” financiada por el grupo Techint (viejos socios de aquella otra dictadura que, dicho sea de paso, también quemó libros, como sucede en la novela de Bradbury, como sucedió en la Alemania nazi y también acá nomás en 1980, en Wilde, para no irnos tan lejos). La de Proa es, a tono con la pretensión posmoderna de esa apuesta al “arte” (que huele a lavado de cara y vaya uno a saber lavado de qué más), una librería “especializada”… con precios tan “especializados” como los del restorán con el que comparte piso (antes se podía acceder al mirador que tiene una vista privilegiada a la Vuelta de Rocha, aunque ahora ese espacio ya no es de acceso público, pasó a ser exclusivo para los comensales exclusivos).
Pero volvamos a lo nuestro. Quiero comprar un libro, quiero regalar un libro, estoy caminando el barrio: ¿dónde está mi librería de arrabal? ¡En qué rincón, luna mía!
En Barracas o en San Telmo tendrá que ser. Ahí sí hay librerías de verdad. ¿Será porque hay más clase media en Barracas, más turistas en San Telmo? Tal vez, aunque a La Boca no le falta ni la una ni los otros. Habría que evaluar la factibilidad económica de un emprendimiento de ese tipo; proyectar en una planilla de excel los costos y los potenciales ingresos por venta de libros para concluir, muy probablemente, que la aventura de abrir una librería de barrio en estos tiempos infaustos no sería rentable. Aunque se podrían buscar variables: librería-centro cultural, café-librería, librería “especializada”, incluso, pero no en el sentido elitista de Proa, sino con un perfil comunitario, progre y popular, para, desde ahí, apelar también al turismo que se adentra a esta pintoresca pero desleída República.
En los barrios vecinos hay algunas que dan gusto: Letras y más…, en Montes de Oca al 1400, atendida por el vecino, librero y escritor Gustavo Fiumano; La Libre, en Chacabuco al 900, que se presenta como “cooperativa de libros y cultura”, con sus talleres y recitales de poesía; Vuelvo al Sur, en Parque Patricios, “desde 1985 brindando servicios y tendiendo redes de amistad”, con sus noches de lectura, danza y rancheo. Hacia el centro están los amigos de Sudestada, con más de dos décadas de exitosa experiencia autogestiva.
Son tiempos difíciles, es cierto, pero cuándo eso fue impedimento. En La Boca abundaron, hace más de un siglo, panfletos y revistas con las que los anarquistas, entre talleres de oficios y conventillos, conspiraban contra los personeros de la república oligárquica de la Ley de Residencia y se tomaban en serio aquello de “educar al soberano”. Este es el barrio que vio nacer y cobijó, tras la rebelión popular del 2001, a Eloísa Cartonera, la editorial cooperativa que demostró que se pueden hacer libros con lo nuestro, aunque en aquellos tiempos de crisis lo nuestro fuera apenas el cartón; la sede de la calle Aristóbulo del Valle ya no está, pero el aroma del papel y de la pintura artesanal resiste en la memoria y reclama algún otro tipo de apuesta épica, a tono con aquella historia.
La Boca se merece su librería... ¿Y si lo charlamos en los espacios comunitarios, en los centros culturales, en los teatros? ¿Quién se anima?