Cuentos del sur: Aneris sin eme

Un pintor, el puerto, naufragios y criaturas mitológicas. Este cuento de Diego Yani tiene como escenario la Vuelta de Rocha de La Boca. El autor nació en la localidad de Avellaneda. Es escritor y profesor de lengua y cultura italiana. Este relato pertenece al libro Cuentos del espejo, publicado este año por Editorial Dunken.

Cuentos del sur: Aneris sin eme

Esa entrevista fue mi primera nota periodística. Aunque luego llegaron muchas otras, esa fue sin lugar dudas la más perturbadora. Tendría yo por entonces unos veinte años y recién había ingresado a trabajar en L’Ancora un periódico local del barrio de La Boca. A raíz de una exposición retrospectiva de pintura sobre paisajes portuarios, naufragios y criaturas mitológicas marinas que tendría lugar en el Museo de Bellas Artes del barrio, debía reportear a un septuagenario pintor de poca fama, Mario Del Fiore. Unos días antes se me informó que el hombre había sido marinero y ahora vivía en compañía de su esposa inválida. Algunos de sus cuadros habían sido escogidos para participar de la muestra y por eso  me enviaban a entrevistarlo con el fin de publicitar dicha exposición y fomentar la cultura barrial.

De más está decir que me encontraba muy nervioso. Era novato y por primera vez mi firma aparecería al pie de una nota. Llegué a la casa en colectivo. Era una humilde construcción de dos pisos situada sobre la Vuelta de Rocha a pocos metros de la Plazoleta de los Suspiros. Me abrió la puerta el mismo pintor, un hombre calvo, cuyo físico robusto y duros rasgos testimoniaban su pasado de hombre de mar. Me invitó a pasar mientras me estrechaba la mano con firmeza. Ingresé por un estrecho y largo pasillo, en cuyo fondo se divisaba un patio abierto inundado de sol y  de  macetas.

–Vamos al estudio –dijo mientras me indicaba una escalera que conducía al primer piso–. Es el lugar donde trabajo y donde nos sentimos más cómodos con mi esposa. Ahí arriba tenemos y un balcón y una linda vista del río.

Entrar a ese estudio fue ingresar a otro mundo: un espacio diminuto atiborrado de pinceles, cuadros y caballetes. El piso, tapizado por hojas de periódicos manchadas de pintura, era de madera y crujía debajo de nuestros pasos. El desorden era absoluto y los más disparatados objetos –recuerdo un par de catalejos, una pipa, una enorme ancla– se esparcían sobre las sillas, los estantes y sobre una mesa cuadrada. Las paredes estaban cubiertas por lienzos y pinturas a medio terminar. Tampoco faltaba la cartografía: mapas topográficos yacían amontonados sobre el alféizar de la ventana y un globo terráqueo parecía haber sido olvidado junto a la estufa. Todo, absolutamente todo ahí adentro, remitía al mar: maquetas de barcos, vivaces escenas de naves en medio del océano y hasta algún que otro mascarón de proa por aquí y por allá. ¡Hasta se percibía un ligero olor a mar...!

–Encantada –me saludó la mujer extendiéndome su mano desde una silla de ruedas situada del otro lado de la mesa –. Soy Aneris, sin eme.

La observé. Ella también rondaba los setenta años. Era muy delgada, y cierta fragilidad parecía emanar de ese cuerpo pequeño y huesudo. El cabello gris le caía desordenadamente sobre la frente y de sus ojos rasgados se desprendía una mirada inquieta y curiosa. Sobre su regazo, una manta larga y oscura le cubría por completo las inútiles piernas.

–Encantado –respondí luego de presentarme–. Por su acento intuyo que es usted extranjera.

–Mi mujer es de los mares del Norte del mundo –respondió Mario–. Más exactamente de los fiordos noruegos.

Percibí cómo sus duros rasgos se relajaban y una profunda fascinación asaltaba su mirada al contemplar a Aneris.

–Allí, por esas lejanas latitudes, nos conocimos.

–¿Les importa si grabo la conversación –pregunté ansioso mientras tomaba la vieja grabadora portátil– así no pierdo ningún detalle?

–Claro, claro... –aprobó el viejo marino mientras abría una pequeña puerta ventana que daba al balcón–. ¿Ve usted? Tal como le decía: desde acá tenemos una linda vista del río...

Tratando de no tropezar con los innumerables objetos que poblaban el lugar, me asomé al balcón. Desde allí se contemplaba el Riachuelo y el famoso transbordador de hierro fuera de servicio desde hacía años. Pero la placidez del exterior contrastaba con esa diminuta habitación atestada de objetos náuticos y paisajes marinos. Era como si todo el mobiliario del viejo puerto estuviera contenido en el pequeño estudio. Y, definitivamente, ¡allí adentro olía a mar!

 –Aunque le parezca a usted mentira, la presencia de ese río nos recuerda al Mar –dijo Aneris.

 Noté cómo alargaba la última palabra y el vivaz brillo de gozo que iluminó sus ojos al pronunciarla.

 –Nos sirve de consuelo...–añadió.

Reparé en una de las pinturas que colgaban de la pared. Representaba un conjunto de casitas al borde de un pronunciado acantilado. El cielo tormentoso se veía amenazante y furiosas olas se batían contra las rocas. Un poco más lejos sobresalía un faro solitario de cuya torre emanaba una potente luz anaranjada que rompía la oscuridad del firmamento y dotaba a toda la obra de un interesante contraste cromático.

–Esa pintura participará de la exposición –señaló Del Fiore–. ¿Y sabe usted qué es? ¡El pueblito donde nos conocimos! Eso fue hace muchísimos años, en uno de mis tantos viajes por el Norte del mundo.

–Desde entonces nunca más nos separamos –agregó Aneris.

Ambos intercambiaron una tierna mirada. Noté nuevamente ese particular brillo en sus ojos.

–Como ve usted, tuvimos que renunciar al mar para poder estar juntos. Mi querido Mario dejó su vida nómada a bordo de esos enormes barcos que lo habrían alejado de mí; y yo dejé mi hogar y a mi gente. Sin duda, ese renunciamiento al Mar –nuevamente alargaba la palabra como si estuviera saboreándola– fue nuestro más grande sacrificio...

Nuevo intercambio de miradas cuya intensidad esta vez me incomodó un poco.

– ¿Y qué otros cuadros formarán parte de la exposición? –pregunté tratando de cambiar de tema.

–Aquí tiene usted uno de ellos.

Me señaló una pequeña pintura sobre uno de los caballetes. Estudié la escena: se veía una especie de calamar gigante y amenazador que surgía de las aguas agitadas de un océano tormentoso y abrazaba un impotente barco entre sus tentáculos.

–¡El Kraken! –exclamó la mujer y sus ojos se iluminaron nuevamente.

–Es un monstruo marino que aterra a marineros y piratas desde tiempos inmemoriales –acotó él–. Suele aparecérseles de golpe a las naves que surcan los mares del extremo norte del mundo, entre Groenlandia y la península escandinava.

–Alguna vez oí esa leyenda... –dije ingenuamente, advirtiendo que mi aseveración había despertado cierta risa socarrona en mis entrevistados.

–¿Cómo sabe usted que es una leyenda? –Interrumpió el marinero clavándome sus ojos inquisidores–. Le aseguro que si yo le contara mis experiencias en esos mares septentrionales no estaría usted tan seguro de que los seres del mar son sólo mitos.

De golpe un potente graznido se coló por el balcón. Aneris, sorprendida, dirigió su mirada hacia el exterior en busca del ave que había graznado, pero sólo vio, sobre uno de los tantos postes de luz, una grisácea y desnutrida garza.

–¡Qué tonta! –Exclamó mientras una expresión de tristeza le velaba la mirada–. Olvidé que aquí no hay gaviotas...

Me refregué la nariz. ¿Era mi imaginación o realmente el olor a mar se hacía más intenso ahí adentro?

–¿Los mascarones de proa también fueron intervenidos por usted? –dije refiriéndome a una bellísima escultura femenina de madera pintada con colores muy vivaces.

–Así es: esa talla de sirena se la compré hace muchos años a un viejo anticuario de Macao cuando navegábamos por el Mar de la China. El viejo, como la mayor parte de los hombres de mar, creía erróneamente que las sirenas traen mala suerte y anticipan desgracias. En cambio yo...

Luego, señalando otras pinturas en las cuales se apreciaban sensuales mujeres enseñando su cola de pez, añadió:

– ¿Sabe usted? En cierto modo yo también comparto esa creencia: estas criaturas, las sirenas, son verdaderamente peligrosas porque seducen a los marineros no sólo con su irresistible canto sino también con su mirada y su misterio.

–Y no todos los hombres de mar son tan astutos como el mítico Odiseo –agregó la mujer emitiendo una risita ahogada.

Nuevo intercambio de miradas. La fascinación con que Mario contemplaba a su mujer era sobrecogedora. Me puse nervioso. Verifiqué que la grabadora funcionara para disimular mi  incomodidad.

–¿Y cuándo y por qué comenzó usted a pintar? –interrogué refregándome nuevamente la nariz a causa de ese olor a algas que se hacía más penetrante.

Fue Aneris quien respondió:

–Cuando llegamos aquí. Empujado por la nostalgia, y para hacerme feliz, Mario empezó a pintar paisajes costeros del Norte del mundo, faros que rompen la oscuridad de las noches y criaturas marinas. Todo eso a lo cual tuvimos que decir adiós para tener una vida juntos... –tomando la mano grande y velluda de su compañero entre las suyas continuó: –Por suerte, como ve usted, Mario lo logró, y en esta casa el Mar siempre está presente.

La forma de pronunciar la palabra fue más larga esta vez. Excesivamente larga. Por unos segundos los ojos de Aneris se cerraron y una sonrisa se dibujó en sus labios agrietados. Parecía haber caído en un efímero y extraño trance.

Mi desconcierto fue tal que la lapicera se deslizó de entre mis dedos y cayó al piso. Instintivamente me agaché para recogerla. Y fue entonces cuando vi por debajo de la mesa que la larga manta que cubría las piernas inútiles de Aneris se había desplazado levemente y dejaba al descubierto una pequeña porción de una brillosa y escamosa cola de pez. Quedé literalmente atónito.

Unas semanas después el periódico L’Ancora publicó la nota sobre Mario Del Fiore y su excéntrica esposa Aneris. Por supuesto, nada decía del insólito descubrimiento. No habría sido bueno para mi incipiente carrera que me tomaran por loco.