Echar raíces

Hace años llegaron desde Perú y se instalaron en el barrio Rodrigo Bueno. Allí se conocieron y conformaron lo que hoy es la cooperativa Vivera Orgánica: un proyecto de catorce mujeres que además de salida laboral es un espacio de encuentro.

Echar raíces

La historia de la Cooperativa Vivera Orgánica es como un telar hecho de tallos, flores, hojas y raíces. La trama de esa tela viva combina migración, feminismo de facto, mucho empuje, una cuota de suerte y la necesidad (emotiva y gustativa) de comer tomate con gusto a tomate. Esa nostalgia por la fruta roja que se come en ensaladas, que a simple vista pareciera una razón menor, terminó funcionando como un catalizador que conectó derechos postergados con ilusiones y permitió el encuentro de un grupo de mujeres que hicieron mucho más que plantar semillas.

Elizabeth no deja de sonreír cuando mira los canteros de verduras orgánicas y plantas nativas que crecen en el borde del barrio donde vive, el Rodrigo Bueno. Cuando llegó hace doce años desde Cajamarca, norte de Perú, no lograba encontrar verduras y hortalizas con el sabor de las que comía allí. En realidad, no es que no las encontrara; no las podía pagar. “Tenía que trabajar todo un mes para comprar un bolsón de verduras orgánicas”, recuerda.

La cooperativa empezó a nacer sin que nadie lo imaginara en 2017. Fue cuando llegaron los equipos del Instituto de Vivienda de la Ciudad (IVC) para cumplir con la orden judicial de urbanizar la villa. Elizabeth fue a esas reuniones y fue una de las que pidió talleres de capacitación. Entre las propuestas que hizo el Gobierno porteño, estaba el taller de jardinería ornamental “Arte y naturaleza”. No era lo que quería, pero era un comienzo.

En los primeros encuentros apareció la necesidad de cultivar verduras y hortalizas. Las talleristas no sabían de eso, pero entre todas empezaron a buscarle la vuelta. “Crecí en el campo y cuando empezamos a germinar me aparecieron los conocimientos. Y armamos veintidós cajones de esos de madera de las verdulerías. Eran pequeñas huertitas”, recuerda.

“Siempre éramos todas mujeres. Algunos hombres querían venir, pero no los dejamos, queríamos tener un lugar para hacer también nuestra vida”

Una de las que empezó en esas reuniones fue Carmen, también peruana, de Ayacucho. “Siempre éramos todas mujeres, queríamos tener un lugar para hacer también nuestra vida”, sonríe y hace un gesto con la mano como de cansancio. Está de pie en el centro del área de Plantas Nativa, su especialidad y que -ahora sabe y lo explica con gran solvencia- “sirven de alimento a mariposas, abejas, abejorros y para el medio ambiente”.

 

Cultivar y compartir

La mayoría de las mujeres que se acercaban, iban un día y no volvían a la semana siguiente. Así que Elizabeth junto a sus dos hermanas y alguna otra mujer peruana o boliviana se iban haciendo cargo de los cajones que quedaban sin cuidadora. Terminaban con esas huertas móviles en sus casas. Pero la cosa no funcionaba. Sus viviendas están ubicadas en el barrio histórico -como todavía llaman a la zona de la villa donde no llegó la urbanización- donde el sol casi no entra. Así que las iban sacando a los pasillos un rato todos los días, pero las plantas crecían hacia arriba, buscando la luz.

Como parte de esas negociaciones que desplegaba el IVC para avanzar en la urbanización, ellas pidieron un espacio con algo de sol, donde armaron la primera huerta, que todavía está en la zona del barrio histórico. Ahí empezaron a hacer pie en el cultivo, pero también ganaron en visibilidad entre las otras vecinas. Una de las que se acercó fue Jesusa, que llegó de Oruro, Bolivia; y junto a Carmen está en el área de Nativas. Un día pasó por la huerta y una de las talleristas la invitó a sumarse: “Yo quería conocer más vecinos. Y estar en la huerta era bonito. Compartíamos café, facturas o lo que cocinábamos. Un día hicimos un asado. Me gustaba compartir”.

Esa primera huerta que acercó a Jesusa fue como un imán para otras mujeres. Eso es lo que le pasó a María, que está en el sector de Huerta de la cooperativa y también llegó hace años de Cajamarca, Perú. Y a Kely, que llegó hace más de 25 años de Perú y lleva viviendo en Buenos Aires más de la mitad de su vida. “No sabía hacer nada de plantas y ahora doy charlas sobre plantas nativas, que son medicinales. Lo que más me gusta de esto es que puedo comer lo que yo misma sembré”, dice Kely, que puso varias nativas en su casa, como la salvia, que atrae a los picaflores.

 

De bolsones y kits

Mientras aquella huerta iba creciendo, Elizabeth escuchó en una reunión que el proyecto de urbanización incluía un vivero para el barrio, que debía ser autosustentable porque no habría ni subsidios ni salarios. Y se agarró de eso para pedir un espacio para lo que hasta ese momento era como un hobby y también una forma de conectarse con sus raíces, con su tierra, con la familia que había quedado en Cajamarca.

Las gestiones siguieron con el Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat, que acercó a la ONG Un árbol para mi vereda, que capacitó a las mujeres en las plantas nativas y fue la encargada de diseñar y montar la infraestructura del vivero que hoy funciona entre el borde urbanizado del barrio Rodrigo Bueno y la Reserva Ecológica Costanera Sur. Finalmente, en diciembre de 2019 pusieron los primeros plantines orgánicos de mostaza, kale, lechuga, repollo morado, zanahoria, remolacha. Para fines de enero estaban teniendo las primeras cosechas y vendiendo bolsones de verdura orgánica: 250 pesos para los vecinos y vecinas del barrio; y 400 pesos para los de afuera.

Pero dos meses después empezó la pandemia y las mujeres que estaban en esa cooperativa naciente empezaron a ver cómo sus trabajos se cortaban. “Casi todas trabajaban y trabajan en limpieza y, por supuesto, en negro”, dice Elizabeth como si eso fuera una ley no escrita. Sobre ese nuevo problema generaron una salida e inventaron un kit de doce plantines de verduras, que incluía una nativa. Y afrontaron el desafío de vender por las redes sociales y salir a hacer las entregas en medio de la pandemia: la primera semana se prepararon para vender 15 kits y vendieron 60.

“También armamos bolsones de verduras para las familias del barrio que tenían problemas de alimentación”, dice y cuando piensa en el recorrido caminado hasta hoy, casi que no lo puede creer: en los últimos meses empezaron a venderle bolsones de verduras orgánicas al Hotel Hilton, diseñaron y plantaron el jardín de plantas nativas de la empresa Enel; y le vendieron plantines de nativas a la automotriz Toyota que los usó como regalo de fin de año para sus empleados y empleadas.

Y aunque crece, la cooperativa todavía no genera los recursos para sostener a esas catorce mujeres, que con su huerta producen alimentos libres de agroquímicos y reparten su tiempo laboral entre las plantas y la limpieza o las tareas de peluquería o cocina.