Días de lluvia

Las goteras se multiplican en el conventillo y un tablón se convierte en puente para poder cruzar sin mojarse. Postales, huellas de una infancia en La Boca. El cuento de Pedro Benítez.

Días de lluvia

¡Zum! ¡Zum! se escuchaba cada vez más fuerte. ¡Zum! ¡Zum! hasta que cayó sobre mis ojos y me despertó de un mojón. El chipoteo de la lluvia no me había dejado dormir en toda la noche. El rebote de la chapa, a medida que iba pasando la madrugada en gotas, comenzaba a sonar más fuerte. Hasta que el recorrido de la gotera me abrió los ojos como si fuera un baldazo. El agua que brotaba del techo era de un color té negro pálido y su sabor, como si las cucarachas se hubieran pegado un baño.

Mamá comenzaba a los gritos. ¡Luciana traé las ollas de la cocina! ¡Decile a tu papá que ponga el balde de meo de anoche! y andá a despertar a tu hermano que tienen que ir al colegio. Faltan cinco minutos para las ocho, van a llegar tarde.

En casa cada vez que llovía caía más agua adentro que afuera. Y Mariana, la vecina de abajo, comenzaba a los gritos como siempre. ¡Che, fíjense que cae agua! ¡se me va a mojar la heladera, que es nueva! nos avisaba golpeando su techo con la escoba.

En cada lluvia aparecían nuevas goteras, como la que me cayó en el medio de los ojos. El centro de lluvias era el comedor que dividía la casa en dos. Del techo caían pequeños hilos de café aguado. El piso estaba cubierto por distintas ollas de diferentes tamaños y repicaban en el fondo como una antigua batería oxidada.

Mamá me tiró el jogging que estaba húmedo y me dijo que me cambie y salga para la escuela, que me iba a perder el desayuno. El desayuno escolar era un mate cocido con dos panes, llamados miñones de manteca, que se habían empezado a dar en ese invierno. Cuando bajamos la escalera, el patio se había inundado. La cámara de desagüe estaba tapada con las hojas beige del árbol que iluminaba el conventillo sombrío. Sobre las hojas descansaba un nido de cucarachas de cinco centímetros negras ceviches.

Un vecino, que seguro era Ariel, que salía a trabajar antes que aparezca el sol, había puesto unos tablones en el suelo para no pisar el agua de la lluvia que tenía mierda flotando que salía de los baños. Al saltar sobre el tablón una cucaracha saltó sobre mi suela y la sangre de su panza salpicó las medias blancas de marca Topper que mamá me había comprado para hacer gimnasia. Había hecho un paso hacia fuera de casa y ya tenía desde las rodillas hasta el talón, la piel húmeda. La tela del jogging comprado en un lugar llamado Pompeya comenzaba a pegarse en las piernas dándome comezón.

Cada temporada de otoño/invierno mí cuerpo era una tortura. Al llegar abril la piel se me convertía en una milanesa. La rascadura comenzaba por los cachetes del culo e iba dando vueltas por las piernas hasta llegar a las pantorrillas. Era increíble. La sarna, de lo que me cargaba Beto, mi hermano mayor, comenzaba desde la cintura hacia los pies. Se me formaban cientos de aureolas de sangre. Eran como puntillismo de color rojizo. La piel ardía y reclamaba que mis uñas pasen a gran velocidad. Frotarme una y otra vez era como ser un adicto al alcohol. Como lo era Don Pusi, que murió calcinado en el fondo del conventillo, al caerle una botella de vino sobre las velas.

Al salir a la calle, una línea negra pintaba las paredes. El agua había llegado casi un metro desde el asfalto. Dos ratas se peleaban por un pañal desde las alcantarillas. Sus colas salpicaban el agua marrón con aceite a otras que esperaban las sobras. Luciana me pegó un cachetazo en la nuca y salió disparando hacia la esquina. ¡Dale, que nos perdemos el desayuno!, me alentó con una sonrisa de oreja a oreja, donde sus ojos desaparecían formando dos líneas diminutas horizontales. Dani, el diarero de la esquina, fumaba un cigarro. Uno largo de color marrón, como los que fumaba el papá de Bruno cuando escuchaba su vieja radio. Mientras se agarraba la melena dorada que se apoyaba sobre sus hombros. Su hermano, un regordete de bigotes anchos, metía las revistas del puesto de diarios en una bolsa negra de consorcio. Los dos estaban en ojotas, moviendo los brazos, puteando a la llovizna que caía lentamente, en forma burlona. -A este barrio de mierda, vinimos a parar- mientras metía de a cuatro revistas, Dani le rezongaba a su hermano mientras largaba un círculo de humo.

La escuela República de Chile quedaba a dos cuadras y media de casa. Cruzamos por la licorería abandonada, donde papá cuando nos llevaba al colegio nos compraba una lata de Crush para el recreo. Había cerrado hace años. Un grafiti que decía “La Mancha de Rolando” estaba atravesada por la marca de agua sucia.

Llegamos a la puerta de la escuela y la portera Alicia repartía unas bolsas transparentes. Un cartel hecho a mano con un fibrón negro, pegado sobre el vidrio reforzado en alambre, decía "clases suspendidas por falta de luz".

Las bolsas transparentes eran las viandas que entregaban en la escuela cuando no había clases. Era martes. Ese día en el almuerzo tocaba milanesa con queso y puré de papas. Y de postre gelatina de naranja. Hoy íbamos a almorzar un sándwich de pan con una rodaja miserable de jamón y un queso pálido con olor a pata. Y de postre manzana, acompañada de un alfajor que en el paquete tenía un perro con casco de astronauta. Tampoco iba a haber desayuno.

Con Luciana volvimos a paso lento. Con la llovizna que seguía en picada libre.