“Los curas tenemos que salir a la calle”

Pedro Estupiñán tiene 87 años y acaba de cumplir 60 como miembro de la congregación salesiana. Llegó a La Boca en 1991 para asistir a chicos en situación de calle y como párroco de la Casa San Pedro impulsa proyectos para que los jóvenes del barrio busquen un futuro que les permita salir de la pobreza.

“Los curas tenemos que salir a la calle”

“60 años con olor a oveja”. La tarjeta invita al homenaje al Padre Pedro, por sus seis décadas de sacerdocio. La frase lo representa de pies a cabeza. “Algunos habrán pensado que no me baño –dice y una sonrisa se le escapa debajo del barbijo celeste-. Pero un buen pastor tiene olor a oveja, sino está con las ovejas sólo tendrá olor a perfume”. En la vida de este salesiano que roza los 88 años, esa idea pierde todo valor simbólico y se vuelve real. Su misión, asegura, está en la calle, con los más pobres, porque “si nos encerramos acá nos olvidamos de donde vienen los chicos, de sus necesidades, hay que salir a la calle para encontrarse con la realidad. Hay que escucharlos”.

Su relación con La Boca abarca la mitad de sus años como cura salesiano. Se remonta a 1991 cuando llegó al barrio para estar al frente de los hogares Don Bosco para chicos de la calle, esos pibes que Pedro define como “huérfanos de padres vivos”. Eran años muy difíciles. El país intentaba salir de una profunda crisis económica, desocupación, hiperinflación, y La Boca era un reflejo de aquello. Su fisonomía no era muy distinta a la de hoy. Familias enteras viviendo en una habitación de conventillo, hambre, incendios, inundaciones.

En ese contexto y con Pedro al frente, la Casa Salesiana San Pedro, ubicada desde 1930 en Quinquela al 1100, pleno Barrio Chino de La Boca, fue profundizando su función social.

“Teníamos la escuela primaria y pusimos talleres a los que vienen 300 personas, mayores de edad, que aprenden un oficio. Pero veíamos a las y los muchachos que no empezaban el secundario o lo dejaban a la mitad. Viviendo el día, sin afecto. Así que abrimos los oratorios los sábados que son como clubes internos donde los chicos juegan, meriendan. Además, los viernes a la noche vienen a jugar al fútbol, al vóley, les damos una cena. En lo social es importante que se encuentren con el juego, el ejercicio físico, una actividad que los saque de la pasividad”, detalla el Padre Pedro con orgullo. El otro proyecto que le saca infla el pecho es el secundario nocturno con orientación en gastronomía. “Salen con un diploma oficial que dice que están especializados en un trabajo, eso les da una salida laboral. Hay que descubrir las cualidades del pibe que las tiene ocultas porque nadie se las despertó”.

Es que las y los jóvenes son su principal preocupación. “Las familias se vinieron abajo y los pibes no tienen un horizonte. Se quedan en el presente, en las esquinas, van a su casa sólo a comer, si es que comen. Se metió mucho la droga y el alcohol. Se vive en la pobreza con exclusión. No cuentan con sus necesidades básicas cubiertas: vivienda, alimentación, trabajo, salud, educación”.

Pedro saca una radiografía del barrio y su gente porque lo conoce, lo camina, sube las escaleras enclenques de los conventillos, comparte una torta frita en uno de sus patios. Por eso nadie lo trata de usted. No existe la solemnidad. “Eh! Pedro hijo de mil…”, le gritan los pibes desde una esquina y él traduce el saludo como cariño, jamás como falta de respeto.

Pedro es para La Boca como los curas villeros para sus barrios, esos que recorren los pasillos en bicicleta, sin sotana, con jean y zapatillas. Nadie lo piensa adentro de la iglesia y con el dedo en alto. “Una persona que no se abre, no se entrega, no va con la gente y sus necesidades, no tiene corazón; no puede ser cura”, repite este hombre que nació en Pergamino, en una familia de nueve hermanos, y a quien sus doce sobrinos lo llaman tío Perico y en plena celebración destacan su coherencia. La misma que lo obligó a mudarse algunos años lejos de Argentina, donde los curas que elegían estar del lado de los pobres no eran bienvenidos del poder.

En su Casa Salesiana, el Padre Pedro tomó una decisión hace algunos años, que también es un ejemplo de sus ideas: en San Pedro la comunión la da la mamá: “Si fue quien lo parió, le dio la teta, le cambió los pañales, le dio de comer, probó para que no se queme, se levantó a las tres de la mañana cuando lloraba, ¿qué tiene que hacer el cura dándole la comunión?”, se pregunta con simpleza.

Antes de irnos, muestra su lugar, el ropero comunitario, las máquinas de la escuela de gastronomía, el sector que pusieron a disposición para dar la vacuna antigripal, el aula que ofreció a las familias de Melo que perdieron todo en un incendio. “Además de las puertas, hay que abrir el corazón”, es lo último que dice antes de pararse en medio de la calle para la foto final.